Por: Santiago Mena (ITESO), Abraham Mena Farrera (Ecosur)
El 26 de noviembre, en el Museo del Café, ocurrió algo poco habitual en las instituciones públicas: funcionarios hombres de las oficinas centrales de la Secretaría de Salud de Chiapas se reunieron para hablar de emociones, cuidado y machismo. El conversatorio “Hombres en diálogo: reconociendo emociones, construyendo igualdad” fue más que un evento programado; fue un espacio inédito donde quienes toman decisiones en materia de salud pusieron sobre la mesa lo que históricamente se les ha pedido callar.
La sesión inició con una pregunta que abrió de inmediato la herida cultural: ¿qué significa que los hombres reconozcan sus emociones en un contexto como el chiapaneco? Las respuestas fluyeron con honestidad: admitir tristeza o miedo aún se considera debilidad; expresar afecto sigue siendo visto como pérdida de hombría; y la violencia, en cambio, continúa normalizada como rasgo masculino. Varios asistentes compartieron ejemplos cotidianos donde reprimen alegría, afecto o vulnerabilidad para ajustarse al mandato del “hombre que no siente”.
A partir de ahí, el diálogo se enfocó en la ausencia de educación emocional. Las narrativas fueron claras: sin herramientas para nombrar lo que sienten, los hombres replican roles rígidos en sus familias, relaciones y espacios laborales. Un ejemplo resonó entre los presentes: la idea de que tareas domésticas como tender la cama “no corresponden” al hijo o al padre. Lo que pareciera un detalle doméstico reveló, en realidad, cómo la falta de empatía alimenta desigualdades y mantiene vivo el sistema patriarcal tanto en la casa como en las instituciones.
El conversatorio avanzó hacia las creencias del machismo que afectan directamente la salud emocional masculina: la negación del miedo, la imposibilidad de pedir ayuda, el uso del alcohol para encubrir tensiones, la idea de que “uno debe aguantar”, y la creencia de que dominar un espacio o una persona es prueba de fuerza. En un contexto de salud pública, estas ideas no son abstractas: se traducen en diagnósticos tardíos, estrés crónico, violencia y riesgos innecesarios.
Pero la pregunta central fue cómo cambiar sin sentirse atacados. Las propuestas fueron prácticas: aprender a escuchar sin imponer; acordar tiempos y respetar desacuerdos; comunicarse sin presionar; aceptar la pérdida como parte de la vida; y, sobre todo, reconocer que cuestionar la masculinidad no quita identidad, sino que abre posibilidades.
Uno de los momentos más reveladores surgió al hablar de cuidados. Los participantes reconocieron que el tema no es —ni puede seguir siendo— exclusivo de las mujeres. Asumir cuidados también es responsabilidad masculina, desde colaborar en el hogar hasta prestar atención a la propia salud. La conversación sobre el tabú de la revisión de próstata evidenció cómo la vergüenza, el miedo al juicio y la misoginia internalizada ponen en riesgo la vida de los hombres.
Hacia el cierre, la audiencia reflexionó sobre qué idea cultural eliminarían si pudieran hacerlo. Hubo coincidencia en una: la creencia de que el hombre debe ser fuerte todo el tiempo. Renunciar a esa idea, dijeron, permitiría construir relaciones más sanas, equipos de trabajo más humanos y una vida más libre.
El conversatorio concluyó con compromisos personales: comunicar mejor, pedir ayuda, cuestionar actitudes violentas, cuidar el cuerpo, acompañar a otros hombres y promover igualdad en cada espacio laboral y comunitario. La jornada no resolvió todo, pero dejó claro que hablar de emociones y cuidados también es política pública.
En un sector donde la salud es el eje, este encuentro mostró que atender la salud mental masculina no es una moda, sino una necesidad urgente. Y que la igualdad —también en instituciones de gobierno— se construye a partir de diálogos como este: honestos, incómodos, necesarios.
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